miércoles, 29 de agosto de 2012



Abro la primera puerta.
Es una gran habitación soleada.
Un camión pasa por la calle
y hace vibrar la porcelana.

Abro la puerta número dos.
¡Amigos! Vosotros bebisteis la oscuridad
y os hicisteis visibles.

Puerta número tres. Una estrecha habitación de hotel.
Vistas a un callejón.
Un farol que reluce en el asfalto.
El hermoso residuo de las experiencias.

lunes, 27 de agosto de 2012

En resumen,
yo soy aquel,
como reza una canción,
que da una nota de color
en su vida. Así
me lo hizo saber
no hace mucho,
después de (¿siete?) años.
En el fondo,
lo sabía.
Se puso a salir conmigo
como quien pone
un excéntrico
en su vida.

Ahora se queja
de que yo no sea
el tipo sensato y cabal
que dice necesitar.


(Jean-Michel Basquiat)





La metáfora del surf es contraria, tal vez, a la de la carrera a pie de larga distancia. El corredor de fondo, como es evidente, resiste, aguanta, sufre; es una especie de estoico, cuya importancia es la obstinación. No existe destreza alguna en la actividad del fondista; muy al contrario, hay mucha monotonía y empecinamiento. En las pruebas de atletismo de fondo y ultrafondo mundiales, los pueblos infortunados mandan (Kenia, Etiopía) frente a las naciones opulentas occidentales. Nadie sabe resistir como los oprimidos. Ellos ganan donde las sofisticadas técnicas de entrenamiento no son suficientes, donde la competición es tan sencilla como echarse a correr y no parar hasta llegar a la meta muchos kilómetros después. Algo similar nos vino a decir Alan Sillitoe en su espléndido relato La soledad del corredor de fondo. Hay un romanticismo de larga distancia, de penuria y terquedad.

El surf es, como digo, lo contrario. El surf es un manierismo, algo que se realiza sin esfuerzo aparente. El surfista juega a no ser engullido, esto es, procura mantenerse en la superficie. Podemos decir que el suf lleva implícita una filosofía de la superficialidad. El surfista de alguna manera rechaza las profundidades del mar y se burla de sus requiebros furiosos. Mantiene el equilibrio en la cresta de una gran ola marina, uno de los lugares más inestables posibles. Y lo quiere hacer una y otra vez, como poniéndose a prueba, como diciendo yo voy a estar cómodo en el lugar menos confortable, esto es, encima de una ola de tres metros, y voy a sonreír, luciendo un cuerpo bronceado, perfecto, frente a la furia del mar, esquivando la muerte, fingiendo no temerla.

Don Winslow ha escrito en El club del amanecer una nueva variante del investigador privado. Su protagonista ya no es el adusto personaje de siempre. Boone Daniels es un surfista, un tipo que ama fundamentalmente subirse en la cresta de una gran ola marina. Lo ama tanto que, siendo un gran surfista, no desea convertirse en profesional, no quiere patrocinadores. Prefiere trabajar de vez en cuando resolviendo casos de desapariciones y muertes; manteniendo el equilibrio, como buen surfista, frente a los aspectos más feos e inestables de la vida.

jueves, 23 de agosto de 2012

La modernidad era esto:



Voy a tratar de defender un librito endeble, rebatible y ridículo. Se titula Momentos de inadvertida felicidad y el autor es un tal Francesco Piccolo. Le han dado caña por todos los lados. Denostado en el planeta de los blogs eruditos. Inclusive, los suplementos semanales de los diarios más prestigiosos se lo han cargado, a pesar de haber sido editado por un sello habitualmente mimado en estos ámbitos.

Yo lo estoy leyendo por debilidad. Porque me cayó "inadvertidamente" bien. Porque creo que no toda la literatura debe armarse de profundidades y elevadas pretensiones. Y porque pocos títulos reflexionan sobre un término poco prestigiado como la felicidad. Yo no soy feliz y no creo que nadie lo sea. Al igual que no creo que nadie sobreviva a la muerte. La felicidad es el más allá de la vida cotidiana. Compuesto de un enorme vacío lleno de insensateces.
.
Lo sensato es, en efecto, declararse infeliz. Proclamar a los cuatro vientos la mierda del mundo. Hace falta un buen par de huevos para escribir un libro, por escueto que sea, sobre los momentos inadvertidos en los que uno se ha sentido así, feliz.

Las críticas lo anuncian como "chorra", "balsámico" y "de autoayuda".

Es el precio a pagar por rondar ese término inaguantable, balsámico y definitivamente "chorra". La felicidad.

A mí me recuerda a otro librito pequeño, ya antiguo, escrito por el francés Philippe Delerm y titulado El primero trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida. Literatura que pretende desmembrar diminutos alborozos en lo cotidiano. Pequeñas alegrías. Añoranzas derperdigadas en la vida.

Piccolo se diferencia de Delerm en su sentido del humor, un poco tontaina, profundamente italiano, como el de su amigo y colega de guiones cinematográficos Nanni Moretti. En efecto, el librito de Francesco Piccolo a su vez recuerda a Caro diario, de Moretti. El libro y la película comparten una especie de vitalismo de carácter llano, muy poco dado a las grandilocuencias. El tono diarístico es evidente en la película, no lo es tanto en el libro. El libro es un diario no fechado. Una suerte de tratado sobre la banalidad del entusiasmo.

Se le acusa de "de autoayuda". No es autoayuda. La autoayuda receta fórmulas, prescribe actitudes y dicta soluciones. El librito de Piccolo, al contrario, recapitula los inesperados júbilos que el tipo se ha ido encontrando en el camino. Y, cómo no, procura reírse mucho de sí mismo.

Yo no tengo nada que objetar, la verdad. Si la felicidad es posible, lo es en el seno de lo insignificante. El libro es "chorra", sí; pero porque no tiene otra salida, no puede ser de otra manera.

A lo sumo, un pero. Francesco Piccolo, al igual que Philippe Delerm, disecciona una felicidad esencialmente burguesa. Una felicidad de clase media, disfrutable en la cola de los cines de arte y ensayo y en las terracitas de los restaurantes cosmopolitas. Promulga un entusiasmo culto, redicho, irónico. Profundamente insolidario.

Probablemente, en la autocomplacencia que da la felicidad, esa felicidad, hay un reducto inevitablemente egoísta. Penetrantemente tonto y egocentrista.

miércoles, 22 de agosto de 2012

(Frans Hals)


En la farmacia de la esquina ya no admiten pedidos. Estos es, no admiten un pedido aislado. Siguen admitiendo, no obstante, pedidos al por mayor. Si no les queda atorvastatina, por ejemplo, uno ha de esperar a que la farmacia haga un pedido al por mayor de ese producto. O comprarlo en otra farmacia. Esto es nuevo. Lo juro. Esa farmacia anteriormente admitía pedidos, digamos, al por menor. Una caja de atorvastatina, leches. O un tubito de crema para infantes con atopia.

Antes se mataban por servirte lo que fuera. Mañana lo tendrás. A primera hora. No, si yo no puedo venir hasta las cinco. No importa, tendremos tu atorvastatina a primera hora. Muy bien, muy amable.

Ahora te dicen que las cosas han cambiado. Nos están puteando, dicen. Hasta que no cobremos lo que se nos debe, nada. Pero, qué pasa conmigo. Me estoy muriendo de colesterol. Mi hijo tiene dermitis, ha de ser tratado. Nada.

Debe ser un nuevo capítulo del desmantelamiento de este mundo maldito. Poco a poco, paso a paso. Todo está siendo desmontado y vendido, como si solamente hubiese sido una ilusión. Como si fuese una especie de decorado y nuestras vidas una ficción, de mentira. La función se ha acabado, hay que desmontarlo todo y largarse cuanto antes.

El engaño es terrible. Uno tiene la sensación de que, del mismo modo que lo de antes era ilusorio, ahora se nos sigue manipulando a través de los medios pero en sentido contrario. Alguien se ha inventado una crisis para llevarse los restos y dejarnos sin nada. Poco a poco, paso a paso. Tras los excesos, después del despilfarro, nada. No admitimos pedidos si no son al por mayor. Tus necesidades, tu diminuta vida, nos importan una mierda.


lunes, 20 de agosto de 2012

Viajamos al pueblo. Bueno, a un pueblo. Al pueblo de ella. En la cumbre de una cordillera cualquiera. Poca gente en las calles. Fundamentalmente, viejos. El calor los hace salir a media tarde o al anochecer. Se sientan en la puerta a ver las cosas pasar. Los viejos tienen esa mirada distanciada que da la edad. Miran como con placer. Sentados, silenciosos. Uno pasa frente a ellos y tiene que saludarles; uno se siente obligado. Resulta poderosamente irremediable. Buenas tardes, buenas noches. Los viejos contestan eso mismo, corteses. Buenas tardes, buenas noches. Transcurre la vida entre saludos y silencios. Con la mirada puesta en la nada de los pueblos.

En la tele salen una chicas, de ciudad, sin duda, escupiendo a un viejo. Forman parte del absurdo de nuestro tiempo. Divertirse ha sido siempre absurdo, irracional. Uno se ríe del que cae al suelo habiendo tropezado con una piel de plátano. Por qué no reírse de un anciano que es incapaz de responder a los escupitajos, que sólo mira, en silencio, y, como mucho, responde a la cortesía de un saludo. Un saludo anticuado y ridículamente amable. Por qué no reírse si, en definitiva, ese individuo ya ha caído en lo peor que se puede caer: es un viejo, medio muerto, no se entera, no sabe vestirse, ni siquiera tiene móvil, seguro, sólo sabe mirar y saludar, bueeenas, viejo de mierda, ja, ja, ja, das asco, arrugado como una pasa, con ese sombrero asqueroso, hueles mal, a mierda, seguro que te cagas encima, que ya no sabes ni cagar tú solo, que te tienen que ayudar para limpiarte el culo.

La risa es así de cruel con quienes no la ejercitan. Todo en la vida es intrascendente y divertido. Todo forma parte de una broma paródica, hiperbólica y fantástica. Un anciano es ridículo en sí mismo. Su aspecto, su estética, provoca un desfase total. No le hace falta disfrazarse; es un payaso porque es viejo y feo. Como uno de esos payasos estáticos que reciben los tartazos en los circos y de los que la gente se ríe sin necesidad de que hagan nada.

miércoles, 15 de agosto de 2012

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